sábado, 20 de agosto de 2011

Lorca, Lorca, Lorca

Hace dos días que se cumplió el 75º aniversario del asesinato de Federico García Lorca.

Soy poco amiga de los centenarios y las celebraciones, de la misma manera que rechazo los sanvalentines y un lamentable parón cognitivo llega a mí en navidades y cumpleaños. Soy más de regalar cuando me da la gana, de enamorarme de esto o de aquello y ofrecérselo a quien me venga en gana porque un arrebato de dadivosidad ha hecho presa de mí.

Odio, en especial, las fechas en las que se recuerda que alguien ha pasado a mejor vida. Prefiero que la muerte de los seres queridos quede perpetuamente en el limbo del calendario, sin necesidad de que, un determinado día, al levantarme de la cama, sienta que deba entristecerme por las ausencias o rememorar la amargura del culto a la muerte en esta España que, en ocasiones, sigue siendo tan profunda.

No me gusta atarme a las fechas porque siempre me pegan un bofetón angustioso. El paso del tiempo, sobre el que se podrían repetir machaconamente epítetos manidos y metáforas arraigadas en el subconsciente, por sobradamente sabidas, se alía de forma macabra a las efemérides y, lamentablemente, a las más tristes. "Tal día como hoy, se murió Fulano. Hace cinco años. Cómo pasa el tiempo, madre mía..."

Sin embargo, y por muchas razones, no pude evitar dejar escapar una sonrisa de complicidad cuando hace dos días vi que el diario Público había recuperado un poema de Lorca para la ocasión. Y pensé "tal día como hoy, asesinaron a Federico. Hace setenta y cinco años. Cómo pasa el tiempo, madre mía..."

Y, sin embargo, nada ha cambiado.


Grito hacia Roma

Manzanas levemente heridas por finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
Peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
Y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.

Porque ya no hay quien reparte el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elegantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Pero el viejo de las manos traslucidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos;
dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;
dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.

Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música,
porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.

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